Aspectos Éticos y Legales en Salud Pública

Concepto de bioética

El término «bioética» (bios-ethos) fue propuesto por primera vez por Potter, en los años cincuenta, con la finalidad de unir en una nueva disciplina dos mundos separados: el de la ciencia y el de los valores. El autor entendía la bioética como una ética de la vida en sentido amplio, al abarcar no sólo los actos del hombre sobre la vida humana, sino también la animal y la medioambiental. La bioética tiene por tanto vocación interdisciplinaria, no sólo es territorio de la medicina o las ciencias biosanitarias, sino también del derecho, la política, la economía, la filosofía, etc. En su definición, el autor manifiesta que la bioética es «el intento de manejar o incluir los valores en la toma de decisiones sanitarias o biológicas, a fin de aumentar su corrección y calidad».

El objeto material de la bioética son las acciones del hombre sobre la vida en general; en cambio, su objeto formal es ver si estas acciones son buenas y hacen al hombre mejor, o por el contrario, le producen un daño a él, a la humanidad y a las generaciones futuras. Es importante señalar que cuando hablamos de las acciones del hombre sobre la vida nos referimos a la humana, vegetal, animal y hasta las acciones sobre el medioambiente en general, es decir, sobre todo aquello que en un futuro puede incidir sobre el desarrollo de la humanidad.

Resulta muy difícil escribir un capítulo sobre bioética y salud pública que pueda ser aceptado como línea editorial de este libro. Vivimos en una sociedad plural en la que no existe un criterio unánime sobre los valores éticos. Esto explica que en nuestra cultura existan controversias sobre temas como la investigación en terapia regenerativa, la eutanasia, el aborto, el empleo de los recursos sanitarios, etc. Es evidente que ninguno de los diversos criterios éticos existentes se puede pretender imponer de forma autoritaria y dogmática a los demás, como si fuese la opción oficial, la «políticamente correcta», la única solución aceptable. Esto equivaldría a caer en una mentalidad monolítica de pensamiento único. No obstante, a pesar de que es patente la dificultad de hallar un denominador común en los principios éticos compartidos por todos, esa dificultad no debe eximir al ámbito universitario de un pensamiento profundo y riguroso para emprender tal búsqueda. El objetivo es definir cuáles son las orientaciones, basadas en la constitución misma del hombre y de la sociedad, que mejor pueden servir como criterios básicos para adoptar posiciones sólidas y bien fundamentadas acerca de los problemas fundamentales que afectan a la salud de las personas. Por este motivo, a lo largo de este capítulo revisaremos las corrientes éticas más frecuentes, comentando sus debilidades y fortalezas de fundamentación filosófica y, sobre todo, tratando de encontrar un nexo común entre ellas que pueda servir de paradigma referencial ante las cuestiones de la ética y la salud pública.

Algunas corrientes de pensamiento de gran predicamento en el mundo anglosajón, lideradas por Hugo T. Engelhardt y descritas en Los fundamentos de la bioética, proponen buscar, por encima de todo, la convivencia pacífica, la tolerancia y el respeto a la libertad de cada individuo. Esta teoría acepta como ético hacer aquello en lo que están de acuerdo todos los implicados en un determinado problema. La ética así concebida, en función del valor de la convivencia pacífica, se la conoce como ética del consenso o contractualista. Su razonamiento parece lógico y es atractivo, pero su análisis crítico descubre contradicciones que la hacen muy débil en su argumentación. Para Engelhardt, el consenso es la única opción que «no se compromete con ninguna visión moral concreta de la vida moralmente buena». Sin embargo, el autor se contradice porque sí tiene una visión y unos valores morales concretos, claros y determinantes. Para él, los valores fundamentales son la tolerancia y la convivencia pacífica.

En una sociedad pluralista puede haber personas y grupos —de hecho los hay— que piensan que es necesario un orden moral conforme a ciertos valores irrenunciables, y prefieren la defensa de esos valores a la tolerancia pasiva de ciertas injusticias que ellos consideran precisamente «intolerables»; las aberraciones siguen siendo aberraciones, aunque, como en el caso de la Alemania nazi, contasen con consenso social. Los defensores de esta tendencia bioética rechazan la posibilidad de resolver los dilemas éticos recurriendo a un referente de carácter normativo. Sin embargo, detrás de algunos de sus juicios morales es inevitable una concreta comprensión de la realidad como criterio determinante y, por lo tanto, normativo. Un ejemplo es la defensa del derecho al aborto que se fundamenta en el respeto a la autonomía de la embarazada y en el hecho de no entender al feto como un ser perteneciente a la especie humana; de modo parecido se argumenta que tampoco son personas los retrasados mentales o los que se encuentran en coma. Por ello, aun siendo muy atractivas sus consignas, tienen bastantes opositores dada la precariedad de su fundamentación ética.

La tolerancia no se puede proponer como el paradigma de la convivencia democrática, ya que por encima de este valor debe estar la justicia que convierte en intolerable todo lo que sea injusto con la dignidad humana, la violación de los derechos humanos, etc. De hecho, quienes más parecen defender la tolerancia como valor supremo del universo ético, no la invocan ante determinados problemas. Baste citar como ejemplo la violencia de género, para la que unánimemente se reclama tolerancia cero en nuestra sociedad. La tolerancia no tiene entidad para ser el valor supremo en la búsqueda del bien ético, pues en su propio concepto se incluye la noción de soportar pacientemente lo que en sí mismo tiene cierto carácter de mal. Spaemann ha criticado lúcidamente la imposición de la tolerancia «como una dogmatización intolerante del relativismo que convierte al hombre en un ser disponible para cualquier tipo de imposición colectiva».

Antropología y bioética

Los filósofos clásicos distinguían entre «razón especulativa» y «razón práctica». Una es la capacidad de comprender el ser; la otra es la capacidad racional de conocer el deber ser, es decir, el bien o mal moral, y por lo tanto, lo que puede guiar la conducta desde la comprensión moral de la realidad. Resulta evidente que la ética (el deber ser) debe estar condicionada por el concepto del ser (antropología y ontología), de modo que no hay duda de que lo que caracteriza la reflexión ética es su vinculación a la persona humana, ya que ella es el objeto principal de la biomedicina y el sujeto de la misma cuando se actúa como médico, personal de enfermería, investigador, etc. Según el concepto de hombre que se tenga, se tendrá una ética distinta. Por ejemplo, quien tenga una perspectiva materialista, tenderá a valorar las acciones del hombre teniendo en cuenta los aspectos pragmáticos y útiles. En cambio, la fundamentación ontológica de Sgreccia o de D’Agostino, con su clara impronta personalista, deduce conclusiones bien distintas.

Con la única idea de facilitar su análisis y simplificar la exposición, podemos resumir dos grandes corrientes en la bioética actual: el utilitarismo y el personalismo.

Modelos utilitaristas

El utilitarismo también se conoce como «ética de la responsabilidad», «consecuencialismo» y «ética teleológica». Sus representantes más destacados han sido Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Su tesis fundamental sitúa como objetivo supremo la felicidad desbordante, y como meta, conseguirla para todo el mundo. Los criterios morales son variables y se orientan hacia el camino que lleve a conseguir mejor y con más facilidad sus promesas. Según la teoría utilitarista, «el criterio moral de una acción se mide con un parámetro único, el principio de utilidad: buena es la acción capaz de maximalizar el bien para un mayor número de personas».

Para la ética utilitarista, la bondad de una acción se mide fundamentalmente por sus consecuencias. Todo lo que es posible hacer debe hacerse, siempre que su finalidad sea la de producir un bien. Los actos no son ni buenos ni malos, los ideales importan poco, lo único que vale son los resultados. Éstos son los que orientan la eticidad del acto. Los críticos con esta postura defienden que el criterio de utilidad no siempre es el más acertado, y que antes de analizar las consecuencias hay que admitir que todos los actos médicos tienen un valor intrínseco, susceptible de un análisis ético objetivo. Sin embargo, el utilitarismo entiende que los comportamientos humanos carecen de bondad o maldad intrínsecas, su bondad o maldad dependen de las consecuencias reales o probables que deriven de ellas. Una acción es legítima si produce tanto «bien» como cualquiera otra posible, y es obligatoria si reporta un «bien mayor» que las demás. En términos prácticos, y en un razonamiento al límite, el utilitarismo defiende que todo lo que técnicamente se puede hacer, no sólo puede hacerse, sino que debe hacerse.

Modelos personalistas

Dentro de estos modelos incluimos todas aquellas corrientes de pensamiento que defienden la dignidad de la persona como fundamentación filosófica común; aunque su estudio detenido nos permite detectar diferencias importantes, que terminan por orientar la valoración ética de modos muy distintos. Cualquiera podría decir que no existe ningún movimiento ético —incluidos los utilitaristas— que no tenga en cuenta la dignidad de la persona.

Es cierto, pero desgraciadamente, el consenso sobre la dignidad de la persona es exclusivamente terminológico, ya que responde a un término con fundamentación filosófica muy variada, que puede originar algunas discrepancias.

Para Tomás de Aquino, la dignidad de la persona es consecuencia del ser «Imago Dei», la excelsitud del ser deviene de que la persona es un «cierto absoluto»; y según él, el hombre posee una voluntad libre, por la que puede dirigirse hacia su propia perfección. Kant, en su Metafísica de las costumbres, escribe: «La humanidad misma es una dignidad, porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) como un simple instrumento, sino siempre, a la vez, como un fin; y en ello estriba su dignidad». Transformar a alguien en simple instrumento es mancillar su grandeza constitutiva. Hay que distinguir entre la persona (alguien) y las cosas (algo). No se puede tratar a alguien como algo.

Por lo tanto, la solución al problema ético necesariamente ha de pasar por construir una verdadera antropología al servicio de la bioética, que permita cumplir el viejo axioma ético: el deber ser sigue al ser. Es decir, el deber ser (la ética) está condicionado por el ser (antropología). En definitiva, el criterio de persona que se admita es el que realmente fundamenta la antropología y de él se derivan otros conceptos elementales, como el de la dignidad humana, la autonomía, la libertad, etc, que en definitiva es la cuestión de fondo en el debate de nuestro tiempo. El hecho de diferir en conceptos tan básicos y elementales origina aporías éticas muy diversas.

Son muchos los autores que afirman la imposibilidad de deducir conclusiones para el deber a partir de premisas que proceden del ser; esta corriente de opinión apoya la denominada «falacia naturalista», defendida sobre todo por Hume, que es contrario a deducir conclusiones prácticas-normativas o valorativas a partir de premisas que contienen sólo informaciones acerca de hechos. Millán Puelles defiende que el nexo «ser-deber ser» no es en modo alguno falaz; al contrario, existe una estrecha relación, que él llama «principio de la congruencia del deber con el ser del sujeto respectivo», de forma que una acción es moralmente mala cuando atenta contra la dignidad de la persona, y las conductas éticas correctas son aquellas que permiten al hombre con sus hechos, merced a su libertad, afirmar el ser.

En esta línea argumental se encuentra el «personalismo con fundamentación ontológica», que desde los años ochenta se ha desarrollado sobre todo por Elio Sgreccia, y que propone una síntesis entre la filosofía clásica y algunos elementos de la fenomenología contemporánea. En su línea argumental se pueden formular dos principios fundamentales:

  1. El enfermo no es un organismo que funciona incorrectamente; es un yo responsable y libre. Es él, en cuanto persona digna de respeto, y su verdadero bien debe ser el criterio de nuestra actuación.
  2. Una persona es digna de respeto independientemente del estado en que se encuentre. Cuando duerme o cuando carezca de la capacidad de comunicación, siempre es persona como era antes de adquirir parcial o plenamente esas capacidades.

Estos principios —como decíamos, ampliamente compartidos por el sentido común— se oponen a los preconizados por Engelhardt, quien afirmaba que no todos los seres humanos son siempre personas. Lo recordábamos antes al analizar su pensamiento; para él persona es aquella realidad que es autoconsciente, racional, capaz de comunicarse con los demás: «Lo que distingue a las personas es el hecho de que pueden ser conscientes, racionales y sensibles al valor de un regaño o de una felicitación. Los fetos, los infantes, los minusválidos mentales graves y los enfermos en estado vegetativo persistente son casos de seres que, aunque sean humanos, no son personas. Ahora bien, el principio del respeto de la autonomía y su elaboración en moralidad del respeto recíproco se refiere solamente a los seres autónomos. Se refiere sólo a las personas». Esta corriente ideológica propone la relativización de los valores y la subjetividad como clave de las formulaciones éticas; su inspiración recuerda con frecuencia a Nietzsche («no existen los hechos, sólo las interpretaciones»), hasta el punto de que algunos autores como Peter Singer han llegado a formular propuestas tan arbitrarias como la de afirmar que «es más valioso un cerdo adulto que un bebé humano».

La ética personalista defiende lo contrario. Es cierto que se conoce cuándo alguien es una «persona» gracias a sus manifestaciones, pero no es cierto que sólo si se dan esas manifestaciones en el momento actual se está ante una persona.

Parece lógico pensar: si veo un ser que se mueve, comprendo que está vivo; pero si no lo veo moverse ahora, no puedo afirmar que está irremediablemente muerto; tendré que acudir a otros criterios de juicio y el criterio fundamental se encuentra en la naturaleza propia y permanente de ese ser, que va más allá de lo observable en un momento de su historia vital. Cuando un ser pertenece a la especie biológica del perro, se comprende que tiene «naturaleza canina» aunque no manifieste todavía, o temporalmente, las potencialidades de esa naturaleza. Cuando veo un ser de la especie biológica del hombre, comprendo que tiene «naturaleza humana». Y a ese ser que tiene naturaleza humana, naturaleza racional, lo llamamos persona. Por consiguiente, es persona en su ser, no en sólo en su obrar, aunque yo lo deduzca por éste. Lo debo respetar aunque cesara de manifestarse como tal.

Una aproximación a las discrepancias frontales entre la ética deontologista y la utilitarista es la llamada Bioética de los Principios de Beauchamp y Childress, propuesta y difundida en su famoso Principles of Biomedical Ethics.

A pesar de todas las críticas, estos principios que revisaremos a continuación son el armazón de muchísimos manuales de bioética y se presentan como la herramienta analítica fundamental de los comités de ética para resolver casos clínicos o proponer normas de procedimiento. Renée Fox y Swazey han publicado un análisis crítico de los principios, bajo el título Un examen de la bioética norteamericana: sus problemas y perspectivas, en el que reprochan a esa corriente bioeticista la caída en la autocomplacencia de fiar a los cuatro principios la condición de panacea, el triunfo aplastante del concepto altamente individualista de la autonomía sobre cualquier otra consideración ética por encima de responsabilidades, obligaciones y deberes.

Principio de beneficencia

Es aquel que propone hacer el bien, o el de ayudar a los demás en sus necesidades, siempre que ellos voluntariamente lo pidan o lo acepten. En las personas adultas y responsables, este principio nunca permite hacer el bien o ayudar sin el consentimiento del paciente.

Cuando el «consentimiento informado» no es posible, hay que buscar el mayor bien del paciente, y por tanto se debe prestar toda la ayuda posible. Tradicionalmente, se aceptan algunas excepciones al consentimiento informado del paciente. La más frecuente es la que ocurre en situaciones de emergencia. En estos casos, el consentimiento se supone implícito y se asume que, en dichas circunstancias, el paciente ha dado su consentimiento. Otra situación menos habitual es la del paciente mentalmente incapacitado que carece de la suficiente responsabilidad para hacerlo. En tercer lugar, existe una eximente, que se denomina privilegio terapéutico, y que corresponde a aquella situación específica en la que se considere que informar al paciente puede ir en menoscabo de su salud física o psíquica. La delegación en el médico es la cuarta causa de excepción a la obligación del consentimiento informado. Muchos pacientes prefieren delegar sus funciones en el médico ya que confían en que tomará las decisiones que más les convengan. En el extremo opuesto a la beneficencia está el paternalismo, que debe ser rechazado por las razones que después veremos.

Principio de no maleficencia

Es importante diferenciar claramente el principio de «no maleficencia» (primum non nocere, es decir, «lo primero es no causar daño») del principio de «beneficencia» (en beneficio del enfermo). El primero, como todos los principios éticos negativos, obliga siempre, con ámbito universal, y por eso es anterior a cualquier tipo de información o de consentimiento, ya que nunca es lícito hacer el mal. Por ejemplo, el precepto de no matar es un imperativo que no ofrece duda sobre su obligatoriedad universal. Sin embargo, los preceptos positivos (ej. prevenir la enfermedad o practicar la promoción de la salud) no obligan con la misma fuerza siempre y a todos, entre otras cosas, porque sería prácticamente imposible hacerlo de manera estricta.

Principio de autonomía

En el informe Belmont, la autonomía se contempla en un sentido muy concreto: como la capacidad de actuar con conocimiento de causa y sin coacción externa; por lo tanto, una acción se considera autónoma cuando el sujeto ha sido debidamente informado de todas las ventajas e inconvenientes y está conforme en su realización.

Cuando se absolutiza el principio de autonomía, el médico puede verse relegado a ser un mero ejecutor de los deseos del paciente, sin tener en cuenta los criterios objetivos que deben orientar la práctica médica. En este caso, el paciente acude a su médico para que instaure un procedimiento médico determinado sin tener en cuenta que el médico puede discrepar de la opinión del paciente. De todo ello se deduce la importante tarea educativa que obliga a los sanitarios a informar correctamente dentro de su tarea de educación para la salud, que debe ser un imperativo ético.

El médico debe informar con calidad, sin prisas, con precisión y con el máximo rigor sobre todos y cada uno de los acontecimientos que vayan surgiendo a lo largo de la historia natural de la enfermedad. La educación para la salud es precisamente la ciencia y el arte de ayudar a la población a decidir en libertad sin coacciones ni manipulaciones, de acuerdo con sus creencias y actitudes. El médico tiene la obligación de explicar y aclarar todas las dudas del paciente para hacerle más fácil y responsable su decisión. Cada vez es más frecuente encontrar opiniones en favor de priorizar la autonomía del paciente sobre cualquier otra consideración ética; sin embargo, es necesario ser cautos a la hora de su aplicación práctica, para no transformar al médico en un ser sin criterios, que se reduce a mero proveedor de servicios al antojo del enfermo.

Principio de justicia

Tradicionalmente, la justicia se ha identificado con la virtud de dar a cada uno lo suyo; lo justo se identifica con lo correcto y con lo bueno. La justicia antepone el bien común al bien particular, por eso el bien del pueblo es más excelente que el bien de un solo hombre. En el informe Belmont se describe como «imparcialidad en la distribución de los riesgos y los beneficios el axioma de que “los iguales” deben ser tratados igualitariamente». El principio de justicia, aplicado a la relación médico-paciente, corresponde, de una manera muy particular, a un elemento «tercero», el cual puede identificarse genéricamente como «administración sanitaria».

Las críticas actuales a los principios son numerosísimas, sobre todo por la falta de fundamentación de todo el sistema sobre la base de una determinada concepción de la realidad del hombre. De hecho, Beauchamp y Childress anotan al inicio de su libro que la referencia a una teoría ética que justifique los principios bioéticos depende de una determinada comprensión del mundo y de la naturaleza del hombre (lo que ellos llaman «factual beliefs»). Pero se quedan en esa observación, sin sacar sus consecuencias, y sin analizar con rigor la fundamentación en la que se basa su teoría ética. De ese modo, sus famosos principios se encuentran sin un apoyo riguroso sobre el terreno de la realidad, y, sobre todo, no se posee un criterio claro y objetivo para establecer algún tipo de jerarquía entre los diversos principios para resolver los frecuentes y difíciles conflictos que se suelen producir entre ellos.

Para jerarquizarlos, Diego Gracia propone, acertadamente, hablar de dos niveles. En el primero, estaría la no maleficiencia y la justicia, y en el segundo, la autonomía y la beneficencia. Los del primer nivel obligan con independencia de la opinión y la voluntad de las personas implicadas y, por lo tanto, tienen un rango superior a los otros dos. El mismo autor lo fundamenta en que los del primer nivel se presentan como garantes del principio general de que todos los hombres somos básicamente iguales y merecemos igual consideración y respeto, razón por la cual no puede quedar al arbitrio directo de la voluntad de las personas. Nadie debe hacer mal a otra persona, aunque ella lo pida. A la justicia le sucede lo mismo. Cuando se discrimina a los hombres en su vida social, no tratándoles con igual consideración y respeto, se comete una injusticia.

Gonzalo Herranz lo explica certeramente:

La práctica médica basada en los principios de justicia, beneficencia y autonomía, está condenada, sin la ayuda del principio de respeto a la debilidad, a convertirse en servidora y mercenaria de sólo los poderosos, de los que retienen la fuerza de la autonomía. El principio de autonomía, no contrapesado por el respeto a la fragilidad que ha de ser protegida, favorece una medicina clasista, que tiende a olvidarse de quienes no tienen voz o dinero para reclamar o imponer sus derechos.

Como alternativa a la corriente anterior, algunos proponen la llamada «bioética de las virtudes», que pone la atención no en unos principios externos a la persona, sino en la experiencia subjetiva del sujeto moral. Hay sin duda en ello un enriquecimiento real de la reflexión bioética, pero es evidente que el concepto de virtud presupone una comprensión de lo que es bueno, y para saber cuál es ese bien moral, se requiere una comprensión de lo que es el hombre en cuanto hombre: una comprensión de su ser y de su deber ser.

Desafíos de la Bioética en el siglo XXI

La experiencia nos confirma que cada vez es más frecuente que los profesionales sanitarios interpreten una actividad asistencial o investigadora como correcta, al valorar exclusivamente el rigor científico con el que se ejecuta o se diseña, de modo que se olvida cualquier otra consideración derivada de la relación interpersonal inherente al acto médico. Se olvida que todos los actos médicos tienen dos dimensiones que conviene identificar con el máximo rigor y precisión: el aspecto técnico y la vertiente ética o moral. No hay duda de que para ser unos profesionales excelentes, nuestras intervenciones sanitarias deben ser evaluadas en estos dos sentidos. Es bien sabido que la perfección técnica se valora a través de unos estándares de calidad fundamentados en un riguroso análisis científico; sin embargo, la perfección ética es siempre un asunto extracientífico, ya que la bondad o maldad de cualquier acción viene definida por aspectos inmateriales, axiológicos, que escapan a la metodología experimental del ámbito de la ciencia.

Un cirujano puede hacer una intervención de neurocirugía perfecta en cuanto a su metodología, pero puede cometer un grave error ético; por ejemplo, si no ha explicado con detenimiento a su paciente las consecuencias de la intervención quirúrgica, sus posibles riesgos, etc, para, una vez conocidos, obtener de él el preceptivo consentimiento voluntario y responsable.

Una premisa fundamental para entender la importancia de estos hechos es aceptar que en las relaciones humanas no existen actos éticamente neutros. La práctica sanitaria es una actividad hecha por personas y para personas; es una ciencia humana que, al ser interpersonal, siempre tiene una dimensión ética. No existe la neutralidad. Podrán declararse diversos grados de trascendencia y valoración ética; pero, en cualquier caso, siempre la relación interpersonal es éticamente valorable.

La investigación con seres humanos, los trasplantes de órganos, la manipulación del código genético, la fecundación in vitro, la prolongación artificial de la vida y otras posibilidades de la técnica actual, han suscitado problemas desconocidos hasta ahora. La necesidad de explicarlos adecuadamente y resolverlos de forma lúcida ha hecho que en nuestros días aparezca, con una fuerza comparable a la magnitud de las dificultades, una disciplina nueva, la bioética, centrada en el «estudio de los problemas éticos que plantea el desarrollo de las diferentes ciencias y tecnologías que pueden aplicarse y, por tanto, influir o modificar la vida humana».

Sin embargo, hablar de bioética no es referirnos exclusivamente a los temas de moda que están en el candelero. Moverse en el ámbito bioético es contemplar la totalidad de los actos médicos; en consecuencia, su conocimiento obliga a todos los profesionales sanitarios, especialmente a los que se dedican diariamente al trato personalizado en las consultas donde la relación médico-paciente se desarrolla de una manera más intensa. De modo muy resumido, los grandes desafíos de la bioética en este tercer milenio los podemos situar en cuatro grandes escenarios sobre los que podemos comentar algunas implicaciones relacionadas con la salud pública.

Bioética e investigación

La medicina y sus avances técnicos son una prueba palmaria de que el hombre es el ser superior de la creación; con su estudio y su trabajo es capaz de perfeccionarse al servir y ayudar al resto de la humanidad. Sin embargo, la ciencia, cuando deja de estar al servicio del hombre y es el hombre el que se pone, como si fuese «algo» en vez de ser «alguien», al servicio de la técnica, puede propiciar situaciones en las que se degrada la categoría de la persona y entrar en el reino de las cosas. Cuando el hombre es infravalorado en su categoría, la ética pierde su sentido cardinal y sucumbe bajo el dominio de la técnica. Se cumple así, como dice E. F. Schumacher, la recomendación cartesiana de «sustituir la ciencia para conocer por la ciencia para manipular». Las políticas científicas de los países avanzados aceptan que la ética precede a la ciencia y que la técnica sin ética está condenada al fracaso; por lo tanto, la técnica debe estar supeditada a unos valores y a unos principios. Como ejemplo puede valer el contenido del denominado «Convenio de Asturias para la protección de los Derechos Humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina» (Oviedo, 4 de abril de 1997). En los objetivos y finalidades de dicho documento se expresa de manera palmaria que «las partes en el presente Convenio protegerán al ser humano en su dignidad y su identidad y garantizarán a toda persona, sin discriminación alguna, el respeto a su integridad y a sus demás derechos y libertades fundamentales con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina», resaltando la primacía del ser humano: «El interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la ciencia». En un tema tan debatido como la experimentación con embriones, el documento propone que cuando la experimentación con embriones in vitro esté admitida por la ley, ésta deberá garantizar una protección adecuada del embrión. Además, en este convenio se prohíbe explícitamente la constitución de embriones humanos con fines de experimentación.

Por otro lado, el convenio garantiza la protección de las personas que se presten a un experimento:

No podrá hacerse ningún experimento con una persona, a menos que se den las siguientes condiciones: a) que no exista un método alternativo al experimento con seres humanos de eficacia comparable; b) que los riesgos en que pueda incurrir la persona no sean desproporcionados con respecto a los beneficios potenciales del experimento; c) que el proyecto de experimento haya sido aprobado por la autoridad competente después de haber efectuado un estudio independiente acerca de su pertinencia científica, comprendida una evaluación de la importancia del objetivo del experimento, así como un estudio multidisciplinario de su aceptabilidad en el plano ético; d) que la persona que se preste a un experimento esté informada de sus derechos y las garantías que la ley prevé para su protección, y e) que el consentimiento a que se refiere el artículo 5 se haya otorgado expresa y específicamente y esté consignado por escrito. Este consentimiento podrá ser libremente retirado en cualquier momento.

Recientemente, el Parlamento español ha aprobado la Ley 14/2007, de 3 de julio, sobre Investigación biomédica.

En su preámbulo se especifica que sus ejes prioritarios son «asegurar el respeto y la protección de los derechos fundamentales y las libertades públicas del ser humano». La ley hace referencia a los principios contenidos en el Convenio de Oviedo y proclama que «la salud, el interés y el bienestar del ser humano que participe en una investigación biomédica prevalecerán por encima del interés de la sociedad o de la ciencia». En particular, la ley se construye sobre los principios de la integridad de las personas y la protección de la dignidad e identidad del ser humano en cualquier investigación biomédica que implique intervenciones sobre seres humanos. Los hallazgos de 2007 sobre la nueva tecnología de células pluripotenciales inducidas por el grupo de investigación que lidera Shinya Yamanaka, de la Universidad de Kioto, consistentes con los de otro grupo de la Universidad de Wisconsin-Madison, han supuesto una auténtica revolución en este tema. Estos resultados permiten obtener células pluripotenciales (células que se comportan como las células madre embrionarias) sin necesidad de destruir embriones.

Además, al ser genéticamente idénticas al donante, este procedimiento reemplazará a la clonación terapéutica, cuya finalidad era precisamente obtener células madre pluripotenciales a partir de un individuo adulto. Otra limitación importante de la clonación terapéutica en humanos era la dificultad de obtener óvulos, que eran necesarios en grandes cantidades debido a la ineficacia propia de la técnica usada.

Con la nueva tecnología descubierta, esta limitación también desaparece. Estos avances han supuesto en la práctica la desaparición del debate sobre el uso de embriones para la experimentación en los foros científicos más solventes.

En abril de 2006 se consensuó un documento conocido como «Carta de la bioética clínica» cuyo contenido se podría concretar de modo resumido:

  1. Compromiso de honestidad intelectual.
  2. Compromiso de veracidad y transparencia.
  3. Compromiso de respeto a la persona en su cuerpo y en su autonomía:
  • Primero, no dañar (primum non nocere): ni la vida, ni la salud, ni el honor del paciente.
  • Informar correctamente al paciente.
  • Mantener una relación honesta con el paciente, sin aprovecharse de su inevitable dependencia.
  1. Guardar la confidencialidad de los datos clínicos.
  2. Mantener un trato afable y llano.
  3. Respetar la decisión competente del paciente.
  4. Compromiso de competencia profesional en los conocimientos científicos, en las habilidades, en el trabajo en equipo, en la selección de pruebas diagnósticas y en la selección de los tratamientos.
  5. Compromiso de lealtad con el paciente y con los compañeros de profesión.

Bioética de la relación médico-paciente

La práctica médica tiene un poder increíble sobre el paciente. Es un reto prioritario humanizar la medicina, repersonalizar la asistencia sanitaria, superar el viejo paternalismo por una relación amistosa de confianza, donde la autonomía del paciente esté salvaguardada, para lo cual es necesario cuidar al máximo la información al enfermo, su consentimiento informado, responsable y veraz. Para resolver los conflictos que pueden generarse cuando el médico y el paciente presentan posturas encontradas, la confianza debe ser condición básica para una relación clínica correcta.

Esta confianza puede garantizar las respectivas autonomías del médico y del paciente. Ambos intentan llevar a cabo los actos que más favorezcan al paciente, aunque a veces no se pongan de acuerdo en qué es lo mejor y cómo llevarlo a cabo. Obviamente, el médico tiene que respetar los principios, aspiraciones, ideales del paciente y contar con su consentimiento, bien implícito o explícito, para realizar los diversos actos médicos. En una relación clínica madura no caben ni el paternalismo del médico ni la prepotencia del paciente, sino el mutuo respeto y confianza. Es en este contexto en el que el respeto a la autonomía del paciente alcanza su valor más pleno y su sentido genuino. Por este motivo, cuando se ha establecido una relación clínica, si existen serias discrepancias entre el médico y el paciente sin que puedan reconciliarse sus posturas, la relación clínica debe disolverse pues no pueden violarse las convicciones morales de ninguna de las dos partes.

De todo lo anterior se puede derivar la importancia de la relación médico-enfermo. Diego Gracia ha resaltado cómo el clásico concepto de la areté, traducida con éxito al castellano por «excelencia», puede ser la palabra que mejor define al profesional de la medicina.

La areté exige excelencia técnica, estar al día, estudiar, ser consciente de sus limitaciones (ser buen médico), y la excelencia moral significa ser persona virtuosa (ser médico bueno). Uno de los grandes retos de la medicina actual es promocionar profesionales que aspiren a la excelencia.

Los textos hipocráticos son paradigmáticos a la hora de revisar las cualidades de un buen médico. En el libro Sobre la decencia se explicitan:

En efecto, también en la medicina están todas las cosas que se dan en la sabiduría: desprendimiento, modestia, pundonor, dignidad, prestigio, juicio, calma, capacidad de réplica, integridad, lenguaje sentencioso, conocimiento de lo que es útil y necesario para la vida, rechazo de la impureza, alejamiento de toda superstición, excelencia divina.

La excesiva tecnificación y la hipertrofiada burocratización de nuestra actividad médica son graves impedimentos para alcanzar la excelencia, amén de la pérdida de confianza entre el médico y su enfermo que el mismo sistema ha ido deshumanizando. La excelencia —el virtuosismo técnico y ético— no tiene límites; cada profesional debe aspirar al máximo. Hipócrates aclara que el tope es «(…) el amor al hombre».

Han sido muchos los pensadores que han insistido en la necesidad de tratar a la persona desde el respeto. Kant, como ya se ha reseñado en este texto, en su Metafísica de las costumbres, escribe:

«La humanidad misma es una dignidad, porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre (ni por otro, ni siquiera por sí mismo) como un simple instrumento, sino siempre, a la vez, como un fin; y en ello estriba su dignidad».

Transformar a alguien en simple instrumento es mancillar su grandeza constitutiva. Nuestros pacientes no son mecanismos que no funcionan, sino seres humanos que exigen atención personalizada. Es necesaria la revolución capaz de conseguir una nueva conciencia médica para repersonalizar la relación médico-enfermo. La situación médica actual adolece de una grave crisis ética, de consecuencias nefastas.

Como es bien sabido, la deontología médica es el conjunto de obligaciones de naturaleza moral que los médicos nos damos para regular nuestra práctica profesional. En España, la deontología profesional está recogida básicamente en el Código de Ética y Deontología Médica (última edición de 1999), completada con los estatutos de la Organización Médica Colegial. La sociedad debe ser consciente que el Código de Ética y Deontología Médica amplifica la función garantista del Estado sobre la calidad mínima de los servicios profesionales, ya que las exigencias contempladas en su articulado son mucho más rigurosas que los mínimos impuestos por la ley. Nunca una ley podrá imponer, ni siquiera sugerir, la práctica asidua de ciertos valores y deberes que son esenciales a la práctica profesional y que, sin embargo, tienen su sitio natural en el código deontológico.

Nuestro Código de Deontología Médica especifica de forma palmaria, en su artículo 4.1, que «la profesión médica está al servicio del hombre y de la sociedad. En consecuencia, respetar la vida humana y la dignidad de la persona y el cuidado de la salud del individuo y de la comunidad, son los deberes primordiales del médico». De forma muy lúcida, Gonzalo Herranz ha explicado como «durante mucho tiempo la relación entre el enfermo y el médico se ha visto como una situación totalmente asimétrica, en la que la debilidad se encuentra con el poder, el temor con la seguridad, la ignorancia con la ciencia. Esta tradicional actitud paternalista del médico ante su paciente debe ser sustituida por una relación de igual a igual, en la que dos seres humanos, dos con ciencias autónomas, han de buscar un acuerdo desde el respeto a la integridad de la persona».

En un reciente editorial de Lancet, titulado «The soft science of medicin», el editorialista comenta un reciente informe del Instituto de Medicina de Estados Unidos sobre el tema de cómo mejorar la educación médica, y concluye que con el tiempo se verá adónde conduce ese desprecio de lo humano en medicina: los abogados que se están ensañando ahora con las industrias se volverán contra la profesión médica y dejarán de perseguir a los médicos por sus errores técnicos de ciencia dura, sus pifias diagnósticas o sus catástrofes terapéuticas. Perseguirán a los médicos por sus fallos de ciencia blanda, su ceguera ética, por su insensibilidad social, su desprecio de lo humano.

Bioética y gestión sanitaria

La conferencia internacional celebrada en la capital de Kazajstán, Alma Ata, en 1978, inaugura a escala mundial la llamada Era Política de la Salud. Con ella se presenta la salud de la población como un derecho de los ciudadanos, y su aplicación, como un deber del Estado. La época a la que nos referimos se caracteriza, además, por entender la salud como un bien que no se puede imponer a la población, sino que es el resultado de una auténtica conquista personal y comunitaria. Los distintos estudios realizados sobre los determinantes de salud y la enfermedad han concluido que los estilos de vida y la influencia ecológica tienen el máximo protagonismo en la causalidad de las patologías prevalentes.

En nuestro medio, Ramón Gálvez ha podido deducir el importante valor que tiene el esfuerzo personal en la consecución del bienestar físico, mental y social, al estar estrechamente vinculado a determinados estilos de vida generadores de riesgos. La salud, al ser en una gran parte el resultado de nuestros estilos de vida, tiene una dimensión comunitaria que la transforma en un deber, con una responsabilidad personal creciente. En un sistema sanitario público, como el nuestro, se trata de garantizar el apoyo solidario de toda la población para financiar los gastos, cada vez más elevados, de la asistencia. Es necesario que la población conozca con exactitud las conductas generadoras de riesgos y sus consecuencias. Entendida así la salud, no hay duda de que tiene una dimensión ética indiscutible.

Kant sostiene que los deberes para con uno mismo (preservar la propia vida o la salud) son obligaciones importantes. La promoción de la vida y de la salud son bienes que cualquier individuo está obligado a proteger. Para el mismo Kant, el hombre no tiene precio; tiene valor, dignidad. Cualquier valor es conmensurable, y puede entrar en el cálculo comparativo; pero la «dignidad», por el contrario, es aquella propiedad merced a la cual un ser es excluido de cualquier cálculo, por ser él mismo medida del cálculo. Javier Gafo argumenta:

«en todo caso, la obligación de cuidar la propia salud no puede tomarse como simple “sin-sentido”, sino como una máxima prudencial de gran aplicabilidad, ya que cualesquiera sean las propias aspiraciones, objetivos o formas de concebir una buena vida, estos intereses quedan favorecidos por la salud y perjudicados por la enfermedad. Hay un deber de cuidar la propia salud, ya que es imposible realizar los deseos y aspiraciones actuales y futuros si se destroza la propia salud».

La carestía de los procedimientos diagnósticos y terapéuticos y la limitación de los recursos económicos han condicionado que la asistencia sanitaria se vea encasillada en una dialéctica economicista. La economía de la salud exige la valoración de la idoneidad de cualquier actividad sanitaria. Para ello, se cuestionan conceptos como el de la necesidad (aquello que los técnicos certifican como importante), la demanda (aquello que la población solicita por percibirlo como necesario) y la oferta (que se establece como la respuesta racional a todo lo anterior). Si se tienen en cuenta estos conceptos, los responsables de la política sanitaria de un país tienen la obligación de priorizar los problemas sanitarios y canalizar los limitados recursos presupuestarios, de modo que produzcan el máximo beneficio en la comunidad.

El sistema sanitario debe garantizar siempre la justa distribución de los recursos con base en dichas prioridades, que deben ser las únicas que marquen las limitaciones de recursos; en modo alguno, su aplicación puede estar determinada por criterios sociales, económicos, culturales, etc. Con todo lo anterior, queremos decir que no todas las técnicas instrumentales de diagnóstico o tratamiento tienen que estar al alcance de todos los individuos.

La limitación económica de unos presupuestos, frente a las demandas prácticamente infinitas de la población, conducen al planificador sanitario a dictar normas de obligado cumplimiento, que tiendan al beneficio de la población en su ámbito universal, frente al bien particular y concreto. Por ello, junto a las obligadas limitaciones economicistas, hay que garantizar el máximo de eficiencia y el mayor nivel de equidad en su aplicación.

La política sanitaria, por lo tanto, tiene también unos retos éticos relevantes que empiezan por la necesidad de optimizar los recursos económicos siempre limitados y a la defensa de los derechos humanos, a la vida, la alimentación, al trabajo, a una vivienda digna, a una atención sanitaria, protección familiar, promoción y desarrollo social, justicia social respeto a la vida humana, preocupación por los pobres, los enfermos, los incapacitados, las guerras, etc.

La política sanitaria de un país no puede limitarse a optimizar recursos exclusivamente con criterios de coste-beneficio; existen muchos programas de «escasa eficiencia» cuya falta de financiación sería terriblemente injusta. Por este motivo, las decisiones hay que tomarlas con frecuencia en una clave ética que no sea prisionera de la subordinación utilitarista ya que, de lo contrario, podrían cometerse muchas injusticias. Basta recordar algunos programas de escasa eficiencia pero de gran valor ético, como es el caso de las unidades de grandes prematuros, enfermos de Alzheimer, centros de parapléjicos, enfermos terminales, centros de ancianos, etc.

Ante la posible necesidad de limitar las prestaciones sanitarias, las decisiones políticas deberán tomarse con la máxima justicia, recordando el clásico principio ético de no transformar a las personas en algo que no sea un fin en sí mismo, dignas de absoluto respeto y garantizando siempre unos cuidados básicos aceptables.

Dentro de este mínimo existen unos derechos sustantivos (prestaciones sanitarias) que efectivamente pueden ser variables dependiendo de los recursos disponibles y de su optimización a través de análisis de coste-efectividad y coste-eficiencia, y otros derechos —que podemos llamar procedimentales— que están vinculados a la calidad de los cuidados sanitarios personales, como es el caso de la confianza mutua, el respeto, la comprensión y el afecto debido al enfermo.

La política de gestión debe moverse sobre unos criterios éticos fundamentales para decidir sus limitaciones, que además deben ser revisadas periódicamente en función de numerosas variables. En primer lugar, buscando siempre el máximo consenso en la población y sus representantes.

Para lo cual hay que fomentar un gran debate con máxima participación comunitaria. No permitir nunca una discriminación por razones de edad, sexo, etc, salvando así el axioma de: casos iguales exigen tratamientos iguales. A veces se puede establecer un criterio adicional que permita una discriminación positiva, dando más prioridad a los que menos tienen.

Además, la aplicación de una política de gestión tiene que ser de ámbito universal para evitar problemas de mala distribución de recursos, procurando que no sea el médico directamente quien deba decidir cómo ahorrar recursos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) acaba de publicar las «Estadísticas Sanitarias Mundiales 2007». En el fondo, detrás de todos los datos estadísticos late una llamada de atención a la colaboración solidaria de ayuda a los países en desarrollo para tratar de resolver el grave problema de las desigualdades económicas-sociales y sanitarias, y por consiguiente, un serio compromiso ético de cooperación internacional.

El documento hace mención al gasto sanitario por países y regiones. Los datos reflejan que los 30 miembros de la OCDE suponen menos del 20% de la población mundial, pero gastan el 90% de los recursos que se dedican a la salud.

De media gastan un 11% del PIB en esa materia, en comparación con el 4,7% que dedican los países africanos y del sudeste asiático. Estas dos regiones, con el 37% de la población del planeta, soportan la mayor parte de la carga global de enfermedad (más del 50%, medida en años de vida perdidos) y gastan sólo alrededor del 2% de los recursos sanitarios globales. Asia oriental (excluida Corea) tiene el 24% de la población mundial (China sola equivale al 20%), casi el 18% de la carga total de enfermedad y sólo otro 2% de los recursos sanitarios mundiales. Las regiones de América y Europa, sin contar los países de la OCDE, suponen en el mundo el 12% de la población, el 11% de la carga y un gasto sanitario levemente inferior al 5%.

Bioética y economía

Durante los últimos años, la comercialización de la ciencia en Estados Unidos y en el mundo entero se ha incrementado de manera llamativa. La revolución en la genética, las patentes sobre moléculas obtenidas por biotecnología, las leyes que han reforzado los derechos de propiedad intelectual, y la Ley Bayh-Dole de 1980 autorizando las licencias y patentes de los resultados de la investigación llevada a cabo con fondos públicos en Estados Unidos —algo similar se acaba de hacer en Japón en 2001—, han creado incentivos para que los científicos, clínicos e instituciones académicas unan fuerzas con el sector industrial. Estas leyes permiten a los investigadores de instituciones oficiales acceder a derechos de propiedad intelectual sobre sus descubrimientos, pero a cambio les impone la obligación de promover su utilización, alentar su comercialización y asegurar la disponibilidad pública de estas tecnologías.

El impacto de esta legislación, específicamente en la investigación biomédica, ha sido determinante. Aunque son muchos los que han ensalzado los vínculos más estrechos entre la industria y la comunidad científica, se reconoce también que el interés económico puede traer consigo conflictos de interés capaces de comprometer el juicio de prestigiosos profesionales, la credibilidad de centros de investigación y revistas científicas, la seguridad y transparencia de la investigación con seres humanos, las normas de la libertad de investigación y la legitimidad de la política científica.

El alcance actual de estos conflictos de interés se extiende en múltiples direcciones. Hay pruebas claras de que los vínculos económicos de los investigadores con distintos sectores industriales influyen en sus posiciones públicas en apoyo de los beneficios de los productos involucrados o la minimización de sus riesgos. En otras ocasiones se producen casos en que la industria influye, positiva o negativamente, en la publicación de ciertos resultados de la investigación en función de que resulten favorables o no para sus productos, o bien en demorarla para obtener ventajas comerciales.

El proyecto «Integrity in Science» busca una serie de objetivos en vista de esta comercialización de la ciencia y el creciente conflicto de interés que conlleva:

  • concienciar sobre el papel que la financiación empresarial y otros intereses industriales desempeñan en la investigación científica, su supervisión y sus publicaciones;
  • investigar y divulgar conflictos de interés y otras posibles influencias negativas de la ciencia de financiación empresarial;
  • abogar por la declaración transparente de los fondos de financiación de los individuos y organizaciones públicas o privadas que llevan a cabo, regulan o supervisan la investigación científica o promueven determinadas investigaciones, y
  • animar a los políticos a buscar un equilibrio adecuado en los consejos consultivos y a suministrar al público información accesible a información sobre conflictos de interés.

En octubre de 2005, la Comisión Central de Deontología del Consejo General de Colegios Médicos de España aprobó un documento sobre «Ética del médico con la industria farmacéutica y las empresa sanitarias» en el que se establece que «cuando un médico participa en una investigación científica promovida por una empresa farmacéutica, deberá condicionar su participación a disponer de plena libertad para su publicación, independientemente de que los resultados sean favorables o no desde la perspectiva de la empresa promotora».

Como acertadamente propone E. Pellegrino:

«No son los imperativos económicos, sino las obligaciones morales las que deben decidir la clase de sociedad que queremos defender».

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