Demografía Dinámica (II). Movimientos Migratorios y Políticas de Población

Crecimiento de la población

¿Cuántas personas han vivido hasta ahora en nuestro planeta? La respuesta es, seguramente, no más de 80.000 millones. De ellas, la mitad vivieron en el largo período que discurrió entre la aparición del Homo sapiens y el primer año de nuestra era. Los otros 40.000, por lo tanto, han nacido en apenas 2.000 años.

En ese año 1 habitaban la Tierra unos 300 millones de seres humanos, y a lo largo de los 18 siglos siguientes lo hicieron en torno a 25.000 millones. La gran mayoría de ellos vivieron pocos años, lo que explica que el siglo XIX fuera recibido por algo menos de 1.000 millones de personas. A partir de ese momento el crecimiento se aceleró, y unos 120 años después la cifra de habitantes se dobló (1927).

El siglo XX fue testigo de una explosión demográfica; para pasar de 2 a 3 millardos bastaron 33 años (1960), y los 4 millardos se alcanzaron sólo 14 años más tarde (1974).

Trece años después, en 1987, convivían 5.000 millones, y tan sólo se necesitaron 12 más para llegar a 6.000 millones (1999). En estos últimos 200 años han nacido 15.000 millones de seres humanos, 1 de cada 5 de cuantos hasta ahora han formado parte de la humanidad, y hoy en día vive 1 de cada 12 de cuantos han habitado la Tierra en toda su historia. Los avances en saneamiento, desarrollo económico y educación, así como la universalización del acceso a los servicios sanitarios y la mejora de su calidad, han reducido drásticamente las tasas de mortalidad y han conducido a este incremento poblacional. Estas mejoras han sido especialmente intensas en los países menos desarrollados.

¿Qué podría ocurrir a lo largo del siglo XXI ? En términos absolutos, actualmente nacen 130 millones de niños cada año, poco más de 15.000 cada hora, o 4 por segundo. La población mundial se incrementa en 78 millones de personas anualmente, esto es, a un ritmo de crecimiento próximo al 1,2%. De mantenerse, pasaríamos de los 6,7 millardos actuales (2007) a 7 millardos poco después del año 2010, la población de la Tierra se duplicaría en 60 años, y al acabar el siglo se habrían añadido 13.000 millones más al total de nacimientos.

Sin embargo, los mismos cambios sociales y tecnológicos que redujeron la mortalidad son capaces igualmente de disminuir la natalidad; de hecho, en algunos países la mortalidad es hoy en día mayor que la natalidad. En este sentido, los principales determinantes son la educación, la incorporación de la mujer al mundo laboral, los avances en salud reproductiva y el acceso a recursos de planificación familiar.

Entonces, ¿creceremos o decreceremos? Probablemente ambas cosas, en diferentes partes del mundo. En los países desarrollados, envejecidos tras varias décadas de baja fecundidad, la mortalidad tenderá a crecer lentamente a medida que sus efectivos vayan alcanzando los límites biológicos de vida. Si no se logra recuperar la cifra de nacimientos, el crecimiento natural, es decir, la diferencia entre natalidad y mortalidad, será negativo. Salvo que este declinar de la población pueda ser compensado por la llegada de inmigrantes, estos países habrán de solucionar complejas situaciones políticas, económicas y sociales, pues será insuficiente la población laboralmente activa para mantener las prestaciones sanitarias y las pensiones de sus sociedades envejecidas.

Los países no desarrollados, muchos de ellos aún sin adecuados programas de planificación familiar, todavía tienen fecundidades altas, y estructuras de población jóvenes.

La entrada en la vida reproductiva de este gran número de personas hará que los nacimientos sigan superando a las defunciones, aun teniendo menos hijos que los que tuvieron sus padres, lo que dará lugar a un crecimiento natural positivo siquiera por mera inercia demográfica.

De hecho, con seguridad, considerando al mundo en su conjunto, cualquiera que sea el incremento, éste ocurrirá prácticamente sólo en los países menos desarrollados, sobre todo en sus colectivos más pobres, de menor nivel educativo y en sus áreas urbanas. Lo más probable es que, tras alcanzar los 7.000 millones de habitantes, en 2012, la velocidad de crecimiento se reduzca sensiblemente, y en el año 2050 la cifra de habitantes de la Tierra se sitúe en 9,2 millardos, de acuerdo con la proyección de la División de Población de las Naciones Unidas (variante media). En ese momento el incremento absoluto anual será de sólo 30 millones de personas. Tras estas próximas cuatro décadas, la cifra de población en el mundo desarrollado será de 1,2 millardos, muy poco por encima de su magnitud actual, en tanto que la de los países en desarrollo pasará de 5,5 a 7,9 millardos.

Pero ¿son fiables esas estimaciones? Las proyecciones de población son el resultado de formular, a partir de información actualizada sobre la dinámica que ha seguido la población en cada país, hipótesis sobre la previsible evolución futura de la mortalidad, la fecundidad y las migraciones internacionales. Estas últimas son de especial importancia cuando las estimaciones se realizan para una nación o área concreta del mundo. Puesto que no es posible asegurar con exactitud cuáles serán esas tendencias, se realizan varias estimaciones distintas, las llamadas variantes de las proyecciones, que son once en las previsiones demográficas de las Naciones Unidas.

La variante media asume que los flujos netos de migraciones se mantendrán como hasta ahora, y que la mortalidad y la fecundidad disminuirán. La reducción de los riesgos de muerte se traducirá en un aumento de la esperanza de vida globalmente en el mundo, desde los 67 años actuales (2007) hasta cerca de 76 en 2050. Este aumento será lógicamente mayor en los países en que hasta ahora la expectativa de vida es más baja, habiéndose tenido incluso en cuenta el efecto del sida en los países en los que esta enfermedad es muy prevalente.

Por lo que se refiere al índice sintético de fecundidad, se postula que todos los países tenderán a converger en 1,85, ascendiendo en los más envejecidos y lo contrario en los más jóvenes. Ciertamente no todos alcanzarán esa cifra, y se estima que al final del período proyectado el promedio mundial de descendientes por mujer habrá bajado a casi 2, desde los 2,55 actuales (2007). Si esto no ocurriera, y se situara medio punto por encima de 2 hijos, la cifra de habitantes en 2050 alcanzaría, en vez de 9.191 millones, casi 10,8 millardos (variante alta). Al contrario, si estuviera medio punto por debajo del valor previsto en 2050, serían tan sólo de 7.792 millones (variante baja), bajo los mismos supuestos de mortalidad y migraciones en los tres casos.

Resulta evidente que el determinante fundamental del crecimiento poblacional es una fecundidad por encima del nivel de reemplazo, lo que ocurre cuando cada pareja tiene más hijos de los necesarios para que les sustituyan. En los países desarrollados, el nivel de reemplazo se sitúa en 2,1 hijos por mujer al cabo de la vida fértil, para compensar que nazcan más niños, aproximadamente 1,05 por cada niña, y también el hecho de que algunas mujeres mueren antes de entrar en la vida fecunda o durante ésta.

En los países con mayor mortalidad, naturalmente, el nivel de reemplazo es mayor. Precisamente en ellos, y particularmente en los más afectados por el sida o con otros graves problemas endémicos, como la malaria, es donde únicamente la mortalidad desempeña un cierto papel en la dinámica poblacional. Por su parte, los fenómenos migratorios afectan de manera significativa sólo a unos pocos países.

En los países más industrializados, el promedio actual de hijos por mujer es de 1,6, y muchos de ellos tienen poblaciones estacionarias o que han comenzado a decrecer. En esos países envejecidos, gran parte de Europa y Japón, vive actualmente menos del 15% de la población mundial. Un incremento de su fecundidad —por otro lado, poco probable— tendría escaso efecto en el crecimiento mundial, y es previsible que su población represente menos del 10% de los habitantes en el año 2050.

Algunos otros países desarrollados, como Australia, Nueva Zelanda, Canadá y Estados Unidos, tienen índices sintéticos de fecundidad más próximos o justo en el nivel de reemplazo y estructuras de población más jóvenes. Por eso seguirán creciendo, y a ello contribuirá su elevada inmigración, muy superior a la de Europa y, aún más, de Japón. Japón, actualmente el décimo país por su número de habitantes, pasará al decimosexto lugar en 2050, y de este grupo sólo Estados Unidos permanecerá, siempre en el tercer lugar, entre los diez más poblados del mundo.

Hoy en día China es el país más poblado, con 1,3 millardos, pero es previsible que deje de crecer en torno a 2030, pasando a tener poco más de 1.400 millones de habitantes en 2050 (variante media), y será superado por la India, actualmente en segundo lugar, que tendrá en ese año 1.658 millones. El resto de los países en esa clasificación, del cuarto al décimo lugar, serán Indonesia, Pakistán, Nigeria, Brasil, Bangladesh, la República Democrática del Congo y Etiopía.

En conjunto, el índice sintético de fecundidad de los países menos desarrollados se sitúa actualmente en 2,9 hijos. Si excluimos a China, país que, por sus largos años de políticas de control de la natalidad, es la excepción más llamativa a la elevada fecundidad que caracteriza a este grupo, el índice sube a 3,3, doblando por tanto el promedio de hijos por mujer en el primer mundo.

En resumen, es indudable que el tamaño futuro de la población dependerá de la tendencia que siga la fecundidad en los países con poblaciones en rápido crecimiento, y también que, sea cual esa ésta, el número de habitantes seguirá aumentando por mucho tiempo por la estructura por edad joven de esos países. Además, hemos de alimentar este incremento reduciendo la elevada mortalidad infantil y en menores de 5 años, por causas fácilmente prevenibles, que aún les atenaza, en línea con el cuarto de los objetivos de Desarrollo del Milenio de las Naciones Unidas.

Analizando esta evolución por áreas y continentes, África experimentará el mayor crecimiento relativo. En 2050 habrá multiplicado por 10 su población de 1950, y llegará a 2.000 millones de habitantes, más de tres veces la cifra de europeos, cuya población ya ha superado.

El conjunto formado por Latinoamérica y el Caribe también tendrá para entonces mayor tamaño que el continente europeo, y habrá acentuado las diferencias con el resto de América, pese a que Norteamérica será, junto con Oceanía, la única parte del mundo desarrollado que continuará creciendo. En cualquier caso, será en Asia donde, en términos absolutos, nacerán más personas, pues en ese continente viven actualmente 6 de cada 10 habitantes de la Tierra. La dimensión de Europa, durante los próximos 40 años, es previsible que se reduzca en más de 60 millones de personas, siempre de acuerdo con la variante media de proyección demográfica y, por lo tanto, contando con que los flujos migratorios continúen como hasta ahora.

Determinantes de la fecundidad

¿Cuántos hijos puede tener una mujer a lo largo de su vida? Entre la menarquia y la entrada en la menopausia, aproximadamente entre los 12 y los 50 años de vida, cada mujer tiene como máximo 38 años de vida fértil. Biológicamente podría tener un hijo cada 18 meses, pues a la duración del embarazo hay que añadirle el tiempo que, en promedio, tarda una mujer sexualmente activa en quedarse embarazada, y también el que permanece sin ovular tras cada parto, aun sin dar el pecho.

En la práctica, ese número máximo, unos 25 hijos, se reduce porque las mujeres suelen ser estériles bastantes años antes de entrar en la menopausia. Así, y si bien convencionalmente utilizamos los 15 y 50 años como límites de la fecundidad, la vida fértil es de sólo 24 o 25 años, decayendo la fertilidad con el tiempo y de forma drástica a partir de los 37 años.

Esto acorta la descendencia a 15 hijos a lo sumo, pero existen varios factores limitantes adicionales. El primero es, lógicamente, establecer una pareja sexual estable, lo que depende en gran medida de determinantes culturales, sociales y también económicos. En el mundo, actualmente y en promedio, las mujeres se casan o establecen uniones con fines de procreación a los 21 años, lo que deja el número máximo de hijos en 11.

Ciertamente existen diferencias por continentes, y en algún caso muy marcadas entre países, pero sin duda el acceso de la mujer a la educación y al mercado de trabajo han sido cruciales para que la edad en que se inicia la cohabitación se haya elevado en las últimas décadas. En Europa, donde esa edad se sitúa en algo más de 23 años, crear una pareja estable no marca, por lo común, la llegada de los hijos, y la búsqueda de la estabilidad laboral ha elevado el intervalo protogenésico, es decir, el primer nacimiento; así, por ejemplo, la edad media a la que tienen su primer parto las españolas supera, desde el 2000, los 29 años.

Además, se han alargado los intervalos intergenésicos, y es precisamente el aumento del tiempo que media entre embarazos el segundo gran determinante del número de hijos. En este sentido, influye sobremanera la duración de la lactancia materna; las mujeres que dan el pecho alargan el período durante el cual no ovulan, y el tiempo necesario para tener un nuevo hijo pasa de 18 meses a, cuando menos, 24 meses, considerando la recomendación de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de lactancia materna exclusiva durante los primeros 6 meses de vida. Aun cuando en Europa el tiempo de lactancia es inferior (de 4 meses), el número de hijos que puede tener una mujer en su vida fértil disminuye a 8.

¿Y cuál es entonces la razón de que el promedio de hijos sea muy inferior? Existe un tercer determinante, de carácter sociológico, que no es otro que la aspiración de los padres de conseguir para sus hijos una vida mejor que las suyas. Incluso en los países pobres, básicamente agrícolas y en los que no existen ayudas sociales, los padres aseguran que desearían menos hijos de los que se ven obligados a tener para contribuir a los ingresos familiares y como garantía de sustento en su vejez. Esas aspiraciones aumentan en paralelo al incremento de la riqueza y a la mejora en las condiciones de vida, cuando los padres pueden permitirse limitar el número de hijos y así disponer de más recursos para educar y asegurar el futuro de aquellos que deciden traer al mundo.

En ese objetivo, una vez asegurada la supervivencia de los hijos al disminuir la mortalidad infantil, el acceso a recursos de planificación familiar ha significado una verdadera revolución. De hecho, la proporción de parejas que los emplean es el principal factor que explica las diferencias en el índice sintético de fecundidad en el mundo, mucho más que las existentes en las proporciones de mujeres en edad fértil y con pareja y de mujeres que lactan y prolongan su infertilidad. Estos últimos factores son, a su vez, muchísimo más importantes que la frecuencia de divorcios y de abortos.

Así, por ejemplo, en Europa, dos terceras partes de las parejas utilizan métodos anticonceptivos, y en Norteamérica lo hace el 76%, mientras que sólo un 63% en Asia y un 27% en África. De nuevo, los factores educativos y también de nivel de ingresos, especialmente los relacionados con el rol de las mujeres en cada sociedad, así como las diferencias en las políticas de población existentes en cada país, explican esas grandes divergencias.

En síntesis, la preferencia por familias de menor tamaño indica un cambio en la actitud hacia la crianza de los hijos. A medida que los países se urbanizan y progresan, y en paralelo al acceso a la educación de las mujeres, su incorporación al mundo laboral y a la entrada más tardía al matrimonio, las parejas limitan su descendencia, a lo que han contribuido los programas de planificación familiar, asociando mayor salud con familias con menor número de hijos.

En este punto no debemos olvidar, sin embargo, que la mayor parte de los países no desarrollados tienen índices sintéticos de fecundidad, aunque decrecientes, superiores a los que precisarían para situar su dinámica poblacional en el nivel de reemplazo. Los supuestos en los que se basan las proyecciones demográficas sólo se producirán si en esos países, que albergan en torno al 60% de los habitantes del mundo, se aplican políticas de población y se garantiza el acceso a métodos anticonceptivos.

Precisamente esas políticas, junto a su progreso económico, son las que han conseguido hacer descender la fecundidad por debajo del nivel de reemplazo en los restantes países no desarrollados, si bien su aplicación ha sido a menudo coercitiva, como en China; en cualquier caso, debemos recordar que muchos de ellos seguirán creciendo, al menos algún tiempo, por la inercia de su elevada proporción de personas jóvenes.

En términos de fecundidad, la situación de casi todos los países desarrollados, como hemos comentado, es bastante más extrema, y particularmente en Europa. En nuestro continente se ha reducido drásticamente el período fecundo, con edades medias al matrimonio que, en España, superan los 33 años entre los hombres y los 30 en las mujeres, toda vez que entre nosotros únicamente 1 de cada 4 hijos se tienen fuera del matrimonio.

En aquellos lugares, como Suecia o Noruega, donde más de la mitad de los recién nacidos tienen padres no casados, los índices sintéticos de fecundidad son comparativamente más altos (ej. 1,76 en Suecia y 1,83 en Noruega, frente a 1,35 en España, en 2005). A ello contribuye igualmente la mayor participación de los hombres en su cuidado y en las tareas domésticas y el apoyo social en la crianza y educación de los hijos.

Cuando estas circunstancias no ayudan, las aspiraciones personales y laborales de las mujeres, la inseguridad y la inflexibilidad del mercado de trabajo que impiden conciliar la vida laboral y la familiar, e incluso el problema del acceso a la vivienda, compiten con sus expectativas de fecundidad. Como resultado, la vida fecunda acaba por coincidir con los años biológicamente menos fértiles, lo cual dificulta los embarazos.

En consecuencia, y si bien hasta ahora el acceso a los métodos anticonceptivos diferenciaba a los países desarrollados, en los que se podía limitar la descendencia a voluntad, éstos han acabado por caracterizarse como sociedades de niños sin hermanos, y en las que el grado de progreso se mide por la posibilidad de disponer de recursos económicos y tecnológicos para tener hijos más tardíamente.

Envejecimiento de las poblaciones

La drástica reducción de la mortalidad que alimentó la explosión demográfica del siglo XX se hace evidente en el aumento de la esperanza de vida al nacimiento. Por ejemplo, el número de años que podía esperar vivir un niño nacido en 1950 en Europa o Estados Unidos se aproximaba a los 70 años, 10 años más que sus padres, nacidos en 1925, y entre 20 y 25 más que sus abuelos, nacidos en 1900. En el año 2000, la expectativa de vida para un recién nacido había alcanzado en estos países al menos los 77 años.

En el mundo desarrollado, el descenso de la mortalidad había comenzado ya en el siglo anterior y, de hecho, algunos de estos países iniciaban en el siglo XX el descenso de la fecundidad que le sigue y completa la transición demográfica, desde altas tasas hacia bajas tasas de mortalidad y fecundidad. El resultado es obvio: los ancianos aumentan en número y también proporcionalmente, en tanto descienden las proporciones de jóvenes y de personas en edad de trabajar, situación de la que no existen precedentes en la historia de la humanidad.

En los países no desarrollados, ciertamente, el descenso de la mortalidad se produjo sólo a partir de la mitad del siglo XX, y mantienen aún un diferencial elevado con la fecundidad, que explica el crecimiento mundial. Pero no es menos cierto que su transición demográfica tardará menos tiempo en completarse, que sus reducidas esperanzas de vida se elevarán rápidamente y que, por lo tanto, probablemente habrán de encarar situaciones similares en algún momento del futuro. Es previsible, de hecho, que el número de habitantes de edad avanzada en el mundo supere por primera vez al de jóvenes en 2050, del mismo modo que ocurrió en los países desarrollados en 1998.

Este cambio hacia una estructura de edad envejecida es una amenaza para el sistema de seguridad social y de pensiones, ya que un número cada vez más reducido de personas en edad laboral ha de producir para mantener un número creciente de jubilados. Pero la disminución de la población trabajadora puede provocar, por sí misma, un descenso de la productividad y del consumo de bienes y servicios, además de una reducción del ahorro y de las inversiones, aminorando el crecimiento económico y haciendo perder competitividad al país.

En esa situación, de un lado, pueden llegar a hacerse insostenibles los costes de la asistencia sanitaria de las personas de más edad, que son lógicamente más altos, elevando el gasto en salud más cuanto más envejecen. De otro lado, se hace aún más difícil garantizar el reemplazo de las personas productivas, pues es de ellos de quienes depende también la fecundidad y la formación y manutención de la descendencia que garantice, por un principio de solidaridad intergeneracional, en el futuro su vejez.

Finalmente, la cohesión social puede también verse perturbada por la llegada de inmigrantes ante la oferta disponible, más aún si la identidad del país se ve afectada por su crisis demográfica y no existen políticas de integración de estos flujos.

¿Qué magnitud tiene el envejecimiento? Unas cifras pueden darnos una idea más gráfica de este fenómeno: en 1950 vivían 200 millones de personas de 60 años o más, en torno al 8% de la población del mundo en aquel momento. En el año 2000 el número se había triplicado: 600 millones, aproximadamente 1 de cada 10 personas. Para 2050 se habrá triplicado otra vez, 2.000 millones, esto es, el 22% de los habitantes del planeta.

Este incremento, del 2,6% anual, se está produciendo, por lo tanto, a mucha mayor velocidad de lo que lo hace la población en su conjunto, inferior al 1,2%. En contraste, el número de personas menores de 15 años, en torno a 1.840 millones en 2005, se mantendrá en 2050, y su peso relativo bajará en ese intervalo del 28% actual al 20%.

De acuerdo con lo expuesto, en el mundo desarrollado las proporciones son aún más llamativas; actualmente, una quinta parte de su población tiene 60 años o más, y en 2050 habrá llegado a esa edad casi un tercio, momento en el que el número de ancianos será más del doble del número de niños. En el resto del mundo la proporción es ahora la que había en promedio globalmente en 1950, pero subirá del 8 al 20% en 2050 y, en consecuencia, afrontarán entonces la situación que hoy en día caracteriza a los países más avanzados, si bien en menos tiempo y partiendo de niveles de desarrollo social y económico más bajos.

Desde el punto de vista económico, es muy ilustrativa la modificación de las relaciones entre la población de 15 a 64 años de edad y la población de 65 años o más (razón de dependencia de personas de edad), y entre la primera y la suma de los menores de 15 y mayores de 64 años (razón de dependencia). Entre 1950 y 2007, la razón de dependencia de las personas de edad se redujo en el mundo de 12 a 9, y para 2050 es previsible que haya sólo 4 trabajadores potenciales, entre 15 y 64 años de edad, por cada anciano.

Asimismo, éstos cada vez envejecerán más, y será más probable que lleguen a octogenarios, grupo de edad que se incrementa a razón del 3,9% anual. El número de los más ancianos entre los ancianos se quintuplicará entre 2000 (80 millones) y 2050 (400 millones), y en ese año 2 de cada 10 ancianos tendrán 80 años o más, casi el doble de la proporción actual. La gran mayoría serán ancianas, ya que su esperanza de vida es mayor, predominando sobre todo entre los mayores de 80 años y los centenarios.

La mediana de edad en el mundo, esto es, la que divide a la población en dos mitades iguales, subirá por todo esto 10 años de aquí a 2050, desde los 28 hasta los 38 años. En Europa, el continente más envejecido, pasará de los casi 39 años actuales (2005) a los 47, en tanto en Japón, ahora mismo el país más envejecido, la mitad de la población tendrá más de 55 años al finalizar la primera mitad de este siglo.

En el año 2005 sólo 13 países, todos ellos desarrollados, tenían una mediana de edad superior a los 40 años; en 2050 serán 93, incluyendo los 45 que se definen como desarrollados, y por lo tanto también 48 que estarán en vías de desarrollo. En España, la mediana de edad, que era de 27,7 años en 1950 y de 38,8 en 2000, se situará casi en los 50 años, y en ese momento la esperanza de vida al nacimiento superará los 85 años.

Movimientos migratorios

En paralelo al descenso de su fecundidad y a su envejecimiento, en los países desarrollados ha aumentado la contribución de los inmigrantes a su crecimiento. La llegada de personas de otros países es lo que hace crecer, por ejemplo, a España, Bélgica, Canadá, Suecia y Suiza, aún más de lo que lo hacen sus incrementos naturales, a los que también contribuyen con su descendencia. En otros países, como Italia, Grecia y Portugal, la inmigración al menos iguala el exceso de defunciones sobre nacimientos.

Durante el período 2005-2050, y de acuerdo con la variante media de las proyecciones de las Naciones Unidas, el número total neto de inmigrantes que recibirán los países desarrollados será de 103 millones. En promedio, serán 2,3 millones cada año, un número teóricamente capaz de conjugar el exceso de defunciones sobre los nacimientos que se producirá en esos países, cifrado en 74 millones en el conjunto de esos 45 años.

Pero en conjunto será insuficiente debido a su distribución; la mayoría serán acogidos en Estados Unidos, a razón de 1.100.000 cada año, y Canadá, 200.000 anualmente. En otros términos, al final del período, en estos dos países residirán casi 60 millones más de inmigrantes, que contribuirán por sí mismos y sus hijos a sostener su crecimiento. Los restantes vivirán en Europa, fundamentalmente en Alemania, que recibirá 150.000 cada año, Italia (139.000), el Reino Unido (130.000) y España (123.000), o en Australia (100.000) y Nueva Zelanda, y los flujos migratorios actuales no serán capaces de mantener siquiera el número de habitantes de Europa.

Estos flujos netos provendrán de Asia (algo más de la mitad), Latinoamérica y el Caribe, desde donde emigrarán en torno a un 25-30% de estas personas, y el resto provendrá de África. Pero esto es sólo parte del complejo fenómeno del movimiento migratorio, el componente de la dinámica poblacional más difícil de medir y de prever. Para empezar, y a diferencia de lo que ocurre con la fecundidad y la mortalidad, estudiar las migraciones supone analizar más de una población, ya que ha de salirse de una para entrar a formar parte de otra. Además, estos movimientos pueden ocurrir en ambas direcciones.

Por otra parte, en la práctica es más difícil cuantificarlas, pues si bien una persona sólo puede morir una vez, y una mujer suele tener un número reducido de hijos, el número de migraciones en la vida de cada persona puede ser mucho mayor. Por migración entendemos un cambio en el lugar de residencia «habitual», y lo entrecomillamos pues no suelen considerarse tales los movimientos de las poblaciones nómadas ni los de quienes viven en diferentes lugares según la época del año. Este cambio puede implicar desplazamientos a otras áreas dentro de un mismo país (migraciones internas) o a otro país (migraciones internacionales).

La inmensa mayoría son internas, categoría en la que entra la emigración desde las áreas rurales hacia las zonas urbanas, que comenzó en el siglo XIX en Europa y Estados Unidos por efecto de la industrialización, y que caracteriza hoy a todos los países del mundo. Los términos «inmigrante» y «emigrante» suelen reservarse para las migraciones internacionales, en las que nos centraremos en este apartado, pero no sin mencionar que la urbanización es un fenómeno que acelera la transición demográfica hacia niveles de fecundidad y mortalidad bajos. Por economías de escala, en las ciudades pueden ofrecerse mejores servicios a menor coste, y sus habitantes tienen mayores ingresos, niveles educativos más altos, mejor salud y viven más que los de las zonas rurales.

El flujo de migrantes entre dos lugares es una corriente migratoria; la suma de los movimientos en ambos sentidos es la migración bruta, que nos informa sobre el volumen del movimiento migratorio, pero no de su efecto en cada población. Su diferencia es la migración neta, que, al contrario, nos informa sobre la dirección del movimiento migratorio, pero no de su magnitud. Calcular tasas, a diferencia de lo que ocurre con otros fenómenos demográficos, es complicado, pues no siempre es evidente cuál es la población que puede migrar.

Por ejemplo, para calcular la tasa de inmigración en España sabemos, para el numerador, cuántos emigrantes se han recibido, pero ¿cómo saber cuántos habitantes del mundo pueden potencialmente emigrar hacia nuestro país? Para la tasa de emigración de un año concreto, por el contrario, es posible emplear la población de nuestro país a mitad de ese año, cálculo que puede especificarse por sexo, edad u otras variables. Convencionalmente se usan estos mismos denominadores para las tasas de inmigración, con la ventaja de que, sumadas, nos dan la tasa bruta de migración, o bien la tasa neta de migración, si las restamos.

De este modo es habitual considerar directamente el número de migrantes netos, o bien el de migrantes totales. De los últimos, ¿cuál es su número, es decir, cuántas personas viven en un país diferente al de su nacimiento o su nacionalidad? En el año 2005 ese stock o efectivo migratorio se elevaba a 190 millones de personas, aproximadamente sólo el 3% de la población mundial.

Pero ¿acaso no está aumentando esa cifra aceleradamente? Sólo relativamente; en 1980 el efectivo migratorio era de 100 millones, de 155 en 1990 y de 175 millones en 2000, pero hay que tener en cuenta que la desintegración de Yugoslavia, Checoslovaquia y la Unión Soviética convirtió en migrantes internacionales a quienes hasta ese momento sólo eran migrantes internos. Además, a lo largo del tiempo también ha crecido la población mundial, y las proporciones sólo han aumentado del 2,2% en 1980 al 3,0% en 2005, por lo que debe resultar evidente que emigrar es la excepción, no la norma.

En cualquier caso, ¿no es cierto que la emigración sólo se dirige a los países desarrollados? Tampoco; la mayoría de los emigrantes hoy en día se mueven entre países no desarrollados, con frecuencia contiguos. Lo que sí es verdad es que actualmente un 60% de los migrantes mundiales residen en las áreas desarrolladas, por su mayor crecimiento migratorio en años anteriores, pero es de prever que se mantenga la emigración hacia los países, especialmente de Asia, que se están industrializando.

De otro lado, es cierto que el mundo desarrollado ha crecido proporcionalmente menos, y es por eso por lo que el peso relativo de los inmigrantes es mayor en ellos: 1 de cada 10 habitantes, en tanto la razón es de 1 por cada 70 en los países no desarrollados. En 2005, y en relación con el total de población, los inmigrantes tienen el mayor peso en Oceanía (15%; en Australia es más del 20%), pese a que es el continente con menor número absoluto (5 millones). En Norteamérica (44 millones), el porcentaje supera al 13% (Estados Unidos, 13%; Canadá, 19%), superior al de Europa (9%) aunque albergue a 1 de cada 3 inmigrantes (64 millones). En Asia viven 53 millones, si bien la proporción es inferior al 2%, como también en África (17 millones) y Latinoamérica y el Caribe (6 millones).

España ha pasado de ser un país de emigrantes a convertirse en uno de los que más inmigrantes reciben en Europa. En los últimos años ese número ha ascendido vertiginosamente, pasando de 766.000 en 1990, y 1,6 millones en 2000, a 4,48 millones a 1 de enero de 2007, de acuerdo con el Padrón Municipal de Habitantes. Esa cifra incluye 1,7 millones de extranjeros procedentes de los restantes 26 países comunitarios. Para una población total de 45,1 millones de habitantes, la proporción de extranjeros (9,9%) supera el promedio europeo, pero está muy por debajo de la de Austria (15,1%), Alemania (12,3%) o Francia (10,7%).

En España, por lo tanto, y en los demás países desarrollados, lo que también es cierto es que la inmigración procede fundamentalmente del mundo en desarrollo, pero esto no debería resultar sorprendente ya que el 80% de la población mundial vive en esos otros países. Y menos aún si pensamos que muchas migraciones se deben a causas económicas.

Para que una persona emigre, por lo común, debe existir una demanda, esto es, expectativas razonables de encontrar trabajo y de mejora del nivel de vida, además de factores que incentivan la salida, como crisis económica o paro en el lugar de origen, y, finalmente, un flujo de información, como, por ejemplo, la que ofrece un emigrante que retorna.

Las migraciones por reunificación familiar constituyen una segunda categoría que reúne a esposas, hijos y otros familiares de los emigrantes, hasta hace poco fundamentalmente hombres, en el país en que éstos trabajan. No obstante, es necesario mencionar que cada vez con mayor frecuencia las mujeres emigran también por motivos económicos, y hoy en día constituyen la mitad de los inmigrantes en el mundo.

Una tercera la constituyen los refugiados, que son quienes se ven obligados a abandonar su país por su raza, religión, pertenencia a un grupo social u opinión política. Estas personas son protegidas de acuerdo con la Convención de Ginebra de 1951 y su protocolo de aplicación de 1967, sin que puedan ser repatriadas. En el año 2005 sumaban más de 13 millones, incluyendo a los demandantes de asilo. Este término designa a quienes solicitan acogerse al estatuto de refugiados solamente una vez han entrado en otro país, por lo general de forma ilegal, en vez de que les sea aplicado antes de su entrada. Actualmente los refugiados son el 7% de los migrantes internacionales, y también la gran mayoría (11 millones) son acogidos en países en desarrollo. En ellos hay también «desplazados internos», en un número mucho mayor (casi 25 millones), la mayoría por conflictos bélicos.

Estos últimos, obviamente, no forman parte del efectivo migratorio internacional, que crece anualmente en 5 millones de personas. El número de movimientos migratorios es, lógicamente, mucho mayor, quizá cercano a los 10 millones, pues hay que sumar los de los emigrantes que retornan al país en que nacieron, y también a los inmigrantes ilegales. La cifra de estos últimos es muy difícil de calcular, y se estima que entre 700.000 y 2.000.000 son cada año víctimas de las mafias del tráfico de personas. Aunque habría que añadir a los emigrantes ilegales en el efectivo migratorio, la gran mayoría sólo permanece hasta que son deportados, con la digna excepción de los menores de edad. Ante la visión de los cayucos que cruzan desde África hacia Europa, no obstante, debe quedar claro que estos inmigrantes no constituyen un problema demográfico, sino humanitario.

El fenómeno migratorio es la respuesta natural a las diferencias en recursos económicos y laborales, crecimiento demográfico y vigencia de los derechos humanos entre países. Se trata de un flujo en gran medida predecible y manejable, y que es responsabilidad de los países receptores, a pesar de que pocos de ellos tienen políticas de población adecuadas.

La mayoría limita legalmente la llegada de extranjeros que desean establecerse y nacionalizarse mediante el control de fronteras y los permisos temporales de trabajo. Sólo cinco grandes países aceptan a cualquier inmigrante como residente permanente (Estados Unidos, Canadá, Australia, Nueva Zelanda e Israel).

De acuerdo con la ley norteamericana, por ejemplo, los inmigrantes son autorizados a vivir y trabajar indefinidamente en el país, y tras 5 años pueden convertirse en ciudadanos de ese país. En Europa, por el contrario, son aceptados en general como trabajadores temporales, e incluso tras ser autorizados a residir definitivamente, el proceso de nacionalización es más complicado, con excepciones por lazos históricos. Además, mientras en Estados Unidos es ciudadano norteamericano cualquier persona que nazca en su territorio, incluso los hijos de los inmigrantes ilegales, en Europa el acceso a la nacionalidad se rige por el derecho de sangre.

De este modo, en Europa, los hijos de inmigrantes nacidos en el país de acogida son extranjeros, pero no las personas que, aun naciendo en otro lugar, cuentan con antecedentes familiares originarios de ese país. Por el contrario, en Estados Unidos los nacidos fuera del país y sus hijos serán 48 millones en 2025; durante ese año, el 33% de los ciudadanos norteamericanos formarán parte de este grupo de primeras y segundas generaciones con antecedentes extranjeros.

En los países desarrollados, los inmigrantes ilegales, categoría en la que ingresan los trabajadores temporales que no abandonan el país una vez caduca su permiso de residencia, son un problema social y político notable. Pero todavía es más preocupante, incluso con los inmigrantes que se nacionalizan, no saber si acaso en el futuro serán personas integradas o parte de una clase desarraigada.

Conviene recordar que, en su mayoría, son personas que ingresan en los grupos sociales más desfavorecidos, y difícilmente progresarán sin educación y ayudas sociales. Con independencia del grado en que son necesarios para mantener nuestro estado de bienestar y productividad, no deberíamos olvidar que necesitamos trabajadores, pero recibimos seres humanos. En último término, y esto es también nuestra responsabilidad, no puede ignorarse que constituyen una válvula de seguridad para sus países de origen, pues el dinero que remiten supera el que estos países reciben en forma de ayudas al desarrollo.

Políticas de población

Muchos estados han diseñado políticas para influir en el tamaño, el crecimiento, la distribución geográfica o la estructura de sus poblaciones. En los países no desarrollados, éstas incluyen programas de salud reproductiva y de planificación familiar, así como de mejora del estatus de la mujer, para permitirles tener el número de hijos que deseen. En los países desarrollados, las políticas de población se han dirigido a asegurar la igualdad de género en el trabajo y a facilitar el cuidado de los hijos, todo ello para incentivar a las mujeres a que tengan más hijos. De éstas, y de otras estrategias, nos ocuparemos en este último apartado.

Dimensión de la población

Desde hace mucho tiempo existe controversia sobre la relación entre población y desarrollo económico. Desde la publicación en 1798 del «Primer ensayo sobre la población», de Thomas Malthus, la visión pesimista imagina que no habrá recursos para sostener el crecimiento de la población, como resumía gráficamente Paul R. Ehrlich en su libro, de 1968, La bomba de la población.

De hecho, la idea de que el rápido crecimiento poblacional acentúa la pobreza e impide el desarrollo de países que, por otro lado, tienen escasos recursos, es el origen de las políticas de población diseñadas para ofrecer a las parejas acceso a servicios de planificación familiar. Sin embargo, en los años setenta, muchos gobiernos de los países no desarrollados, en los que estos programas no tuvieron nunca gran predicamento, argumentaron que era el desarrollo económico lo que conduciría al descenso de la fecundidad, y no al contrario. Esta alternativa es, desde luego, la visión más optimista.

Sin entrar ahora en esa discusión, es cierto que la transición demográfica, desde altas hacia bajas tasas de fecundidad y mortalidad, modifica ventajosamente la estructura por edad de las poblaciones, al aumentar, en relación con las personas dependientes, la población productiva. Esto se ha dado en llamar el «dividendo demográfico», que puede hacer crecer la economía del país porque las personas en edad de trabajar producen más de lo que consumen, justo lo contrario de las personas más jóvenes y más ancianas. Cuando el ahorro y la riqueza de esos años se invierte adecuadamente, según algunos economistas, puede producirse un segundo dividendo, aún más duradero, a medida que esas cohortes iniciales cumplen años y son sustituidas por otras de menor tamaño.

Pero los países en transición demográfica deben aplicar políticas efectivas en otras áreas para poder capitalizar sus dividendos demográficos. En primer término, tienen que invertir en mejorar su salud; el saneamiento, las inmunizaciones y la atención sanitaria reducen la mortalidad, incrementan el dividendo y, a largo plazo, reducen la fecundidad.

Adicionalmente, una población sana es más productiva, y más cuando su nivel educativo se eleva; es la segunda inversión crucial. En tercer lugar, es preciso establecer políticas económicas que generen puestos de trabajo y mercados laborales flexibles, y los gobiernos deben ser eficientes y transparentes. En último lugar, debe promoverse la igualdad de género en el acceso a la educación, el trabajo y los servicios sanitarios y de planificación familiar, ya que la fecundidad disminuye, y aumenta la salud, cuando las mujeres pueden contribuir más a la economía.

Ésta es la visión «neutralista» de la relación entre crecimiento poblacional y desarrollo económico: el crecimiento poblacional por sí mismo no afecta al progreso económico, y lo decisivo es la estructura por edad, combinada con políticas en otros ámbitos.

En las sociedades desarrolladas el problema es una estructura de edad envejecida, un número proporcionalmente menor de personas en edad de trabajar y un aumento de las personas dependientes de mayor edad. En estos casos es más difícil vislumbrar sus efectos en los mercados laborales, pues en ellos influyen también los ciclos económicos y fenómenos como la globalización, de forma que puede incluso existir paro pese a la reducción de la población productiva. Esas circunstancias puntuales suelen alimentar el rechazo de los inmigrantes, aun cuando éstos se ocupan primordialmente en los sectores de actividad que no demandan los ciudadanos de los países de acogida.

A medio plazo, y en conjunción con un menor crecimiento económico, se alteran las pautas de cohabitación y se reduce aún más la fecundidad. La reducción del número de escolares es uno de los primeros signos que evidencian la pérdida de población. En respuesta a esto, las políticas de población de los países desarrollados deben conjugar tres estrategias distintas.

La primera es contrarrestar el efecto del aumento de las razones de dependencia de las personas de edad. Una posibilidad es elevar la edad de jubilación, que en la práctica, aunque no legalmente, se sitúa un poco por encima de los 60 años en promedio en la Unión Europea. También convendría aumentar la población activa, mediante, por ejemplo, trabajos con jornada reducida, pues en varios países, y sobre todo entre las mujeres, los porcentajes de población fuera del mercado laboral son altos. En último término puede hacerse preciso reducir los beneficios asociados a la jubilación y las prestaciones sanitarias, o modificar la proporción con la que los trabajadores y/o los empresarios contribuyen a mantenerlas.

Las otras dos estrategias se dirigen a los dos determinantes principales de la dinámica poblacional (fecundidad y migraciones) y se comentarán a continuación.

Fecundidad

Tener hijos es, especialmente en las sociedades desarrolladas, una decisión personal. Las políticas pronatalistas gubernamentales, entonces, son vistas como una intromisión, y sobre todo como una forma de limitar la vida laboral de las mujeres. Por esta razón, la mayoría de las políticas familiares en Europa, y en otros países desarrollados, tratan de asegurar la igualdad de género en el trabajo y de ayudar a compatibilizar el cuidado de los hijos y el empleo.

Aunque es evidente que hasta ahora estas medidas han tenido poco éxito, es igualmente cierto que las mujeres europeas afirman que desearían tener más hijos. Por consiguiente, la fecundidad podría incrementarse si a las parejas les resultara más fácil, personal y económicamente, criar a sus hijos como desean. De hecho, los índices sintéticos de fecundidad son más bajos en los países que carecen de políticas explícitas, y suben cuantas más estrategias simultáneas se incluyan en ellas.

Un primer grupo de medidas lo constituyen las ayudas familiares directas. En esta categoría entran los cheques por el nacimiento de hijos, que se vienen empleando desde hace décadas, y los beneficios y exenciones fiscales, que son una forma indirecta de ayuda. Al menos hoy en día es claro que no tienen un efecto relevante en la promoción de la fecundidad, y son menos importantes que los recursos que se emplean en asegurar los permisos de maternidad y en el funcionamiento de guarderías.

Una alternativa ensayada con éxito en algunos países son las ayudas para el acceso a la vivienda, que han logrado adelantar la llegada de los hijos. Evidentemente, la reducción del intervalo protogenésico amplía la vida fecunda y hace más probable el nacimiento de otros hijos. Además, reducir las distancias entre generaciones rejuvenece la estructura de edad de la población.

Un segundo grupo de estrategias son las relacionadas con la vida laboral, entre las que se cuentan los permisos por maternidad y paternidad, guarderías y otros recursos para el cuidado de los hijos y la flexibilización de los horarios. El objetivo es incentivar la entrada y la permanencia de las mujeres en el mercado laboral, lo que aumenta la población productiva y promueve la igualdad de género.

A este último propósito, los permisos por paternidad, introducidos hace relativamente poco tiempo, deben verse como la consecuencia lógica de una mayor implicación de los hombres en el cuidado de los hijos. En los países nórdicos, ésta es mayor que en el resto de Europa, y los permisos a madres y padres son especialmente amplios. En ellos son también mucho más frecuentes los horarios flexibles, así como el trabajo a tiempo parcial, una opción por la que optan muchas madres, y cada vez más padres, en los primeros años de vida de sus hijos.

En resumen, combinar medidas fiscales y políticas que permitan conciliar la vida laboral y familiar, de la manera más adecuada a las circunstancias de cada país, es clave para conseguir que la sociedad valore a los niños como su mejor inversión de futuro.

En los países no desarrollados el objetivo es, por el contrario, reducir la fecundidad y aumentar el dividendo demográfico. Las políticas de población han dejado de centrarse exclusivamente en los servicios de planificación familiar para ampliar sus estrategias hacia otros ámbitos, específicamente la salud infantil y maternal, y otros objetivos generales de desarrollo, como la reducción de la pobreza y la igualdad de género.

Este cambio fue impulsado, a finales de los ochenta, por las organizaciones promotoras de los derechos de las mujeres. Con razón, se argumentó que los programas gubernamentales se limitaban, en la práctica, a promover el uso de métodos de contracepción, sin interés alguno en la salud de las usuarias. El objetivo era, obsesivamente, reducir los nacimientos a metas prefijadas, sin considerar las decisiones libres de las mujeres sobre su reproducción.

Los conceptos prevalentes hoy en día son los de salud y derechos reproductivos, invirtiendo en salud, educación y promoción de la mujer, que responden mejor a las necesidades individuales y reducen el crecimiento poblacional de forma más efectiva. Entre los objetivos en salud reproductiva aprobados en la Conferencia sobre Población de El Cairo, en 1994, se incluyen la universalización del acceso a servicios de planificación familiar, de atención prenatal y obstétrica, al aborto donde sea una práctica legal, la prevención y el tratamiento de enfermedades de transmisión sexual, la información sobre sexualidad y la prohibición de la mutilación genital y de los matrimonios forzados.

Migraciones

¿Podría ser la inmigración la solución de las poblaciones envejecidas? En el año 2000, un informe de las Naciones Unidas respondía a esta pregunta con una clara negativa. En él se estimó que, por ejemplo, para mantener constante la cifra de habitantes de los 15 países que ese año integraban la Unión Europea (UE-15) deberían recibirse unos 47 millones de inmigrantes entre los años 2000 y 2050, esto es, algo menos de 1 millón al año. El objetivo sería factible aumentando ligeramente el número de los que recibían entonces.

Pero esto no compensaría el envejecimiento de la población; el problema es que los laboralmente activos disminuyen a mayor velocidad que la población total, de forma que mantener constante la cifra de habitantes entre 15 y 65 años requeriría admitir casi 80 millones de inmigrantes en esos 50 años, 1,5 millones anualmente.

Sin embargo seguiría aumentando el número de ancianos, que crecen por encima de lo que lo haría el resto de la población. El objetivo debería ser, por lo tanto, mantener constante la razón de dependencia de las personas de edad en los niveles que garantizaran las prestaciones sociales actuales. En ese caso harían falta casi 700 millones de inmigrantes, 13 millones cada año durante medio siglo.

Poniendo en perspectiva esas cifras, valga mencionar que, para alcanzar ese último nivel, Alemania, el país de mayor tamaño, precisaría 180 millones de inmigrantes, lo que representa más del doble de su población, una hipótesis que cualquiera no consideraría realista.

Naturalmente estos cálculos presuponen que esos inmigrantes seguirían viviendo en Europa, y tienen en cuenta que también ellos envejecerán y que accederán a las pensiones por las que habrán cotizado durante su vida laboral. Incluso si sólo se admitiera el número necesario para mantener constante la cifra de habitantes de la UE-15 en 2000, ellos y sus descendientes serían 60 de los 370 millones de 2050. Si se mantuviera constante la cifra de personas de 15 a 64 años, la población total de aquella Unión Europea llegaría a ser de 420 millones de personas, y más de 105 millones serían inmigrantes o descendientes de éstos, el 25% de la población.

Es inimaginable que pueda producirse la asimilación de semejantes números de efectivos, dadas las más que probables diferencias raciales, de lengua, cultura y religión, y menos aún si el acceso a la nacionalidad siguiera limitado. Hasta cierto punto es lógico que los flujos inmigratorios provoquen rechazo social, y que sean vistos como una amenaza étnica, e incluso laboral en determinadas coyunturas económicas, pero también resulta difícil hacerles entender a los inmigrantes que no son bien recibidos pese a pagar impuestos, cotizar y contribuir a mantener las prestaciones de los que sí son ciudadanos europeos.

En una época en la que Europa trata de establecer una identidad, y debe decidir qué significa ser español o alemán, podríamos valorar las alternativas que suponen modelos como el melting pot («crisol») norteamericano o, más aún, la sociedad multicultural que, incluso oficialmente, es Canadá.

Aun sin intensidad de reemplazamiento, debemos ser conscientes de que los flujos migratorios continuarán.

En cualquier caso, será también necesario disminuir la presión migratoria que actúa en el mundo no desarrollado, lo que supone reducir las diferencias económicas que la promueven y lograr su estabilidad política. Sin embargo, gran parte de la ayuda al desarrollo está vinculada a la compra de servicios y bienes a las empresas de los países donantes, lo que sin duda es un instrumento legítimo de negocio, pero no de cooperación.

Con frecuencia, además, el dinero alimenta la corrupción y muchos críticos argumentan que perpetúa el subdesarrollo. Incluso más allá de programas de condonación de deuda, deberíamos sentar las bases de un comercio justo, suprimiendo los aranceles, para conseguir que exporten productos, en vez de exportar seres humanos.

Anterior
Siguiente